Tengo el gusto de presentaros un artículo de Yolanda González (Psicóloga clínica
Especialista y formadora en Prevención Infantil.
Presidenta de A.P.I.R.) esperor que os guste como me sucedió a mi y disfrutéis de su lectura.
La especie humana, cuenta con una característica biológica que lo distingue básicamente de otros mamíferos: la condición de prematuridad.
Esta prematuridad en el momento del nacimiento se ve prolongada durante el primer año de vida aproximadamente (descrita por numerosos autores), y es la condición necesaria para el desarrollo de nuestro neo-cortex (estructura cerebral que permite el desarrollo de funciones intelectuales).
Dicha característica inherente a nuestra especie, se traduce en una profunda vulnerabilidad física y emocional que nos convierte en seres absolutamente dependientes de otros humanos adultos. La madre biológica, es habitualmente la que desarrolla el cuidado y atención a la nueva expresión de vida energética, pulsante, viva y sedienta de contención y empatía, que es el bebé humano.
Junto a la vulnerabilidad descrita y vinculada a ella, surge en la pequeña criatura el anhelo de amor incondicional, única garantía que asegura el desarrollo de su integridad física, emocional y más tarde intelectual y social.
Todo un proyecto de vida se presenta por delante: el desarrollo potencial de un ser humano. Pero este sugerente proyecto, está condicionado a la experiencia esencial de los primeros años de vida, en los que se podrá observar un amplio abanico de posibilidades: desde el despliegue progresivo de su capacidad madurativa en un marco saludable de existencia, hasta una serie de obstáculos innecesarios que trunquen su potencialidad y generen sufrimiento. Son muchos los avatares internos y externos de la vida, pero la continuidad de una relación vincular, que tenga capacidad de contacto con su vulnerabilidad y también su enorme potencialidad, suponen un requisito indispensable para su equilibrio emocional estable.
De ahí la importancia de preservar el vínculo madre (o sustituta-o) con el bebé luego niño-a.
En nuestra sociedad se valora la buena atención a la pequeña infancia. Pero se cuida de forma insuficiente la forma de realizarlo. Partiendo de premisas de exigencia socio-laborales se descuida la vivencia emocional de los más pequeños, forzándoles a situaciones estresantes que su biosistema sólo puede tolerar realizando un sobre-esfuerzo adaptativo a los requerimientos del medio y, cuyas consecuencias son poco deseables para el fomento de su salud bio-psico-social.
En concreto hago referencia a las múltiples y variadas “separaciones forzadas” que se ven obligados a soportar antes, de que su organismo en su totalidad, pueda estar maduro para integrarlo. Hasta hace poco, las separaciones se iniciaban en el mismo momento del nacimiento y durante seis largas horas, las primeras de su experiencia post-natal. Hoy en día se continúan realizando en los casos en que quedan ingresados en observación tras el nacimiento, privados de la presencia materna. Y más adelante, continúan viéndose separados y privados del ejercicio necesario de la dependencia, cuando la madre debe reincorporararse al trabajo.
Las separaciones forzadas, continúan en la escolarización temprana, cuando todavía su necesidad de socialización no está madura. Llegado a este punto, conviene reflexionar sobre la siguiente pregunta: ¿ cuál es su vivencia ante tanto sobre-esfuerzo? ¿Cuál su reacción ante las separaciones prematuras y no elegidas?.
Los más enérgicos luchan con todas sus fuerzas con el único medio del que disponen: el llanto. Otros han callado al sentir la indiferencia o el silencio a sus demandas. El resultado, es que la necesidad de satisfacer la relación vincular en el bebé y niño-a con respecto al adulto queda, cuando no eliminada, marcada por una profunda insatisfacción y discontinuidad.
Partiendo de la evidente importancia de los primeros años de vida, es esencial que progresivamente vayamos tomando consciencia del sentido funcional que cumple potenciar un adecuado vínculo madre-bebé-niño-a, con capacidad de contacto y empatía con las necesidades de los más pequeños. Este vínculo inicial y satisfactorio con una figura, se irá progresivamente ampliando al padre y otros miembros familiares y sociales, en base a la maduración natural del pequeño.
Si deseamos una sociedad más saludable que la actual, reflexionemos sobre cuáles son los aspectos infraestructurales a reconsiderar susceptibles de cambio, para ir paulatinamente modificando las condiciones sociales y personales que impiden un desarrollo saludable de los más pequeños. No se trata de adaptar la pequeña infancia a la sociedad. Sino de adecuar ésta, a la difícil escucha de sus necesidades legítimas en base al respeto por el proceso de desarrollo de su propio ritmo natural.
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